La familia García era una de las tantas familias oriunda de aquel pequeño pueblo sanjuanino llamado “Colonia Gutiérrez”, cuyo nombre se debía al hombre que en tiempos remotos había sido dueño de todas las tierras de la región y que al morir, sus hijos las vendieron a “los gringos” como les decían a los españoles. Así los Rodríguez, los Sánchez, los Vázquez y los García eran los apellidos más tradicionales del lugar.
La Colonia Gutiérrez era un pueblo a unos pocos kilómetros de la capital de la provincia pero que hasta hace muy poco tiempo estuvo alejado del progreso; carenciado de medios de transporte y comunicación. Sólo una línea de colectivo pasaba cuatro veces al día. Sin teléfono, sin luz eléctrica y sin agua corriente. A pesar de todo esto la gente vivía feliz con lo que tenía: hectáreas de tierra, parrales, animales y la radio que era el entretenimiento y sus creencias.
La familia García estaba integrada por papá Antonio, un español de 45 años cuyo único interés era cosechar muchos kilogramos de uva y su preocupación era cómo hacer para mejorar la calidad de sus parras; la mamá Josefa, una criolla de 40 años que vivía pendiente de los comentarios de sus vecinos y de las creencias paganas y religiosas. Esta pareja tenía dos hijos María de 4 años y Antoñito de 10 años.
Todos los días cuando llegaba la hora de la siesta, tan respetada y sagrada para los adultos, empezaban los sermones de mamá: “Vayan a encerrarse en sus dormitorios, cuidado, no salgan de la casa. Vayan a dormir la siesta”. También eran frecuentes los rezongos de los niños: “No tenemos sueño, ¿podemos jugar en la galería?”
La siesta para los niños era tan odiada como añorada y amada para los adultos. Quien haya vivido en el interior del país o haya visitado alguna de las provincias, habrá visto cuán importante es dormir la siesta de las 13 hs. a las 16 hs. No hay nadie en las calles, solo el calor calcinante y las moscas que revolotean por doquier. La madre siempre amenazaba a sus hijos diciéndoles que si no dormían la siesta, iba a venir María Cayancha y se los llevaría.
María Cayancha era un personaje de las creencias paganas, que según los pobladores, pesaba como 90 kilos, se vestía con una larga y ancha pollera colorada, con un pañuelo amarillo en la cabeza y que aparecía en la siesta y se llevaba a los niños que andaban fuera de sus casas y que no querían dormir la siesta. Ningún niño se atrevía a desafiar a sus padres y mucho menos a María Cayancha, excepto Antoñito García quien estaba harto de escuchar esa historia durante sus 10 años y había decidido desobedecer a sus padres y pasar la siesta afuera de su casa.
Transcurría el mes de enero, ese día hacía muchísimo calor, el aire era irrespirable y los perros tirados bajo la sombra de los árboles; todos dormían, menos Antoñito que abrió la puerta de su cuarto con cuidado y arrastrándose por el pasillo logró llegar a la puerta principal de la casa, la abrió y salió a la galería, despertó con un puntapié a su perro Terry para que lo acompañara, pues sentía algo de miedo.
Tomaron el sendero que lo llevaba al pequeño arroyo; habiendo caminado unos metros escuchó unos pasos detrás de sí, se dio vuelta rápidamente pero no vio nada, solo unos arbustos que se movían y una lagartija que se perdía en los yuyos. Siguió corriendo y jugueteando con Terry hasta que llegaron al arroyo; buscó un lugar para sentarse bajo la sombra de algún árbol. Contempló cada árbol minuciosamente, cada piedra del arroyo, como si esperara descubrir algo nuevo. Parecía que el tiempo se hubiera detenido, todo estaba estático, las hojas de los árboles, inmóviles, el aire muy pesado y el calor que agobiaba hasta el cansancio.
De pronto, esa quietud se quebró por algo que se movía en el pasto. Antoñito corrió y tomó un palo, mientras Terry ladraba incansablemente; se acercó con mucho miedo y cuando estuvo cerca vio que era una lagartija que lo miraba fijamente y cuando los vio, se perdió rápidamente entre las ramas. El niño respiró con alivio pero con ojos aterrados, vio delante suyo una inmensa figura de mujer con una larga y ancha pollera colorada y un pañuelo amarillo en la cabeza. Antoñito estaba petrificado, no podía articular palabras. Atinó a decir: “¿Tú e-res Ma-rí-a Ca-yan-cha?” En respuesta se escuchó una estruendosa carcajada que cortó el silencio y la tranquilidad de la siesta en ese lugar.
Las 4 de la tarde marcaba el antiguo reloj de la galería y como todos los días la mamá Josefa aparecía por la puerta de la cocina con un enorme pedazo de sandía y se sentaba en la galería a saborearlo mientras una tenue brisa corría. Sabía que en pocos minutos aparecerían sus hijos pidiendo sus partes de aquel delicioso manjar. A los diez minutos apareció María, se sentó junto a ella y comió su porción de sandía. Josefa le pidió a su hija que fuera a despertar a su hermano. La pequeña de un grito le informó que su hermano no estaba en su dormitorio.
La madre empezó a buscarlo por todas las habitaciones de la casa, luego salió corriendo, recorrió todos los rincones donde su hijo solía jugar, empezó a desesperarse, gritó el nombre de Antoñito a toda voz y nada. Se dirigió por el camino al arroyo, allí vio a Terry que petrificado miraba fijamente al fondo del arroyo, lo llamó, pero el perro no se movía. Desesperada fue en busca de su marido, Antonio le ayudó a buscar a su hijo, recorrieron las fincas y casas vecinas, todos los pobladores buscaron incansablemente a Antoñito pero era como si se lo hubiese tragado la tierra.
Todos compartieron la angustia y el dolor por la desaparición del niño y más que nunca se cercioraban que los niños durmieran la siesta. A partir de ese día la leyenda de María Cayancha se hizo creíble y perdura en el tiempo.