Han pasado muchos años de mi partida. Se agolpan los recuerdos en mi mente y una tras otra, cobran nitidez, las imágenes de mi niñez. Quince años no son nada para una existencia humana pero al mismo tiempo son innumerables para la distancia. Entre esas vivencias surge la figura  de un apuesto hombre frente al bastidor sostenido por el atril y la magia de colores  que esparce el pincel deslizando el óleo en el lienzo blanco, dejando plasmadas las ideas y la creatividad del artista. ¡Cuánta admiración! ¡Cuánta genialidad!

 

La primera vez que lo vi, fue a los 11 años, cuando vinimos a vivir con el abuelo y con él, el tío Chichí. Poco a poco lo fui conociendo y desde esa visión de niña, él era una gran persona; tan importante, tan genio, tan inteligente, tan buen mozo, tan, tan, TAN…

Su nombre era grandilocuente ANIBAL NEMESIO FUNES NARVAEZ, me sonaba a héroe, a ciudadano ilustre. ¡Gran artista plástico!  Nunca supe por qué con un nombre tan rimbombante, en la familia lo llamaban por su apodo “Chichí”.

Me encantaba sentarme en silencio en su atelier y verlo pintar mientras escuchaba música clásica. ¡Danza de colores y de sonidos para mis ojos y mis oídos!

Delirio de una estirpe: “Los Funes”, me hablaba y me contaba de la genealogía de nuestro apellido, descendientes de los Borbones, de los Reyes de Navarra y Aragón, del Deán Funes y no recuerdo de cuántos otros personajes ilustres y de sangre azul.

Todo esto fue forjando mi  personalidad, mi espíritu y mi vocación por las artes plásticas y la literatura.

Cuando dejamos de vivir con él, fue porque nos mudamos a otra provincia y la familia perdió contacto. Supe que se fue a vivir a Capital Federal; al tiempo, una que otra carta y luego el silencio, pero no el olvido. Estuvo presente siempre. Cada  vez que me encuentro frente al lienzo  blanco  para empezar una nueva obra, su recuerdo se vuelve inspiración.

Ahora ya mujer adulta, instalada nuevamente en la ciudad de Córdoba vuelvo al barrio Pueyrredón donde la nostalgia me lleva a esa casa donde vivíamos. Todo está muy cambiado. El barrio y la casa han perdido el halo mágico del arte plasmado en los cuadros.

Pregunto a los vecinos y pocos son los datos que obtengo.

Pasan los meses y sigo buscando. Un día dejé mis obligaciones laborales y familiares y fui tras una pista que me habían dado.

Así fue que llegué a un barrio muy humilde en las afueras de la ciudad de Córdoba.

El barrio tenía una calle principal de tierra y fango, con precarias casas de madera y techos de latas. Era la hora de la siesta, con un calor agobiante, típico de un día del mes de diciembre. Una que otra persona en la vereda, varios perros y algunos niños jugando a la pelota. Detengo el auto a la entrada de esa calle mientras me digo: “No, no puede ser. Un Funes Narváez no puede vivir aquí. Es imposible”.

Venzo la resistencia y desciendo del auto. Tomo coraje y le pregunto a los chicos que juegan a la pelota. Jamás habían escuchado hablar de Aníbal Nemesio Funes Narváez ni del tío Chichí. Les digo que es un artista plástico, pero nada.

Sigo caminando por esa calle infinita y escucho la voz de un niño gritar: “por qué no le pregunta al maestro”. “Allá (señalando con su manito) bajo el árbol grande, vive el maestro”.

Me adentré por esa calle, caminé cinco cuadras hasta llegar al gran árbol, era un laurel. Aplaudí  las manos y solo silencio. Una casilla de madera despintada con techo de lata. La puerta estaba abierta, pude divisar que había una sola habitación muy precaria propia de la indigencia. Volví a aplaudir intensamente y desde el interior de esa oscura habitación fue cobrando vida la figura fantasmagórica de un hombre harapiento, con su ropa andrajosa y su andar lento a quien los hombres, mujeres y niños llaman “el maestro”.

Cuando la luz del sol iluminó su rostro y reflejó su mirada, un grito se desgarró y salió de mi garganta y de mi alma. “Tío Chichí, soy yo, tu sobrina, ¿me recordás?” Se quedó inmóvil, sin articular palabras unos segundos, luego dijo: “¿qué hacés acá? Este no es un lugar para una dama”. Era la imagen de un antihéroe, coronada por una rama del laurel que le rozaba la frente. Parecía una tragedia griega mostrando el deterioro del abolengo y del ser humano.

_ Vos que hacés acá, tío. No podés vivir así. Vamos, vení conmigo.

Se resistió al comienzo, pero lo convencí. Juntó sus pocas pertenencias y lo traje a casa. Hice que se diera un baño, que le cortaran el pelo y le di ropa sana y limpia. Su presencia había cambiado  para cuando llegó  el resto de mi familia  y se los presenté.

No quise aturdirlo con preguntas sobre ese lapso de tiempo en que habíamos perdido contacto.

En los días venideros hablamos de algunos hechos familiares, como la muerte de mi padre (su hermano), la del abuelo Alcides (su padre) y otros de menor importancia.

Ante mi insistencia por querer saber algo de su vida en esos diez años de incomunicación, sólo atinó a decir.

“No te olvides que vivimos una dictadura militar. Hay detalles de mi vida que no quiero recordar y es mejor que no sepas”

No quise preguntar más.

Había transcurrido un mes cuando regresé a casa con un regalo para él. Le di el paquete y lo fue abriendo lentamente; sacó los lápices, el block de hojas blancas, los bastidores, pinceles y los óleos. Se quedó observándolos mucho tiempo con la mirada perdida en sus recuerdos.

_ Para que dibujes y vuelvas a pintar_ dije.

_ Me miró y con lágrimas en los ojos y la voz entrecortada me respondió:

_ No puedo, sobrina. Mis manos están torpes y mis dedos no pueden deslizar los pinceles por el lienzo. He perdido la destreza.

_ No pude articular una sola palabra. Me levanté y lo abracé cariñosamente. Después tomé todo lo que había comprado y lo puse en una bolsa. Cenamos y nos fuimos a dormir sin hacer ningún comentario de lo ocurrido.

Al otro día me levanté temprano, preparé el desayuno y fui a despertarlo; golpeé la puerta y el tío no me respondía; insistí varias veces sin obtener respuesta. Abrí la puerta y para mi sorpresa, no estaba ni él ni su ropa. Con profunda tristeza, comencé a leer esta breve carta.

“Querida sobrina:

Te agradezco enormemente lo que has hecho por mí. Este mes que he vivido con vos y tu familia ha sido muy hermoso. Pero no quiero vivir de prestado, ni ser una carga para vos. Vuelvo a la villa donde me encontraste, allí soy “el maestro”, les enseño a leer y escribir a los niños. Ya no soy ese tío que conociste hace años, ahora sólo me queda este presente.

Cuando quieras verme, sabes dónde encontrarme.

Con todo mi cariño

Tío Chichí

 

Me senté en la cama y lloré desconsoladamente por él y por mí. Se desvanecía en el aire su nombre Aníbal Nemesio Funes Narváez y solo quedaba el de Chichí.

Aunque con dolor acepté la realidad y respeté su deseo. Suelo verlo cada tanto, comparto un rato con él, le llevo libros para que les lea a los niños. Lo ayudé a mejorar su casilla de madera y a dejar de ser un indigente. Vive humildemente pero feliz, sin el peso de tanto nombre y tanto abolengo, siendo solamente “el Maestro”.