Partir, adaptarse, volver…                                                                   

Allá lejos quedaron mis raíces,

los olores, los colores y el idioma de mi niñez.

Acá cerca la vida continúa.

                                              

Toda familia guarda sus secretos y la mía no escapa a esta afirmación, más aún cuando se tiene padres tan especiales como los míos.

Sabía que mi padre era un inmigrante judío que vino de Rusia, que se casó en 1937 con mi madre Elena, que al año siguiente nací yo y en 1940, mi hermano.

Mi padre era una persona recta, parco y de pocas palabras. Dirigía “Iguazú”  (con la fuerza y la rapidez de las cataratas), una empresa de limpieza de vidrios en altura; oficio que había aprendido en su viaje a Nueva York.

Desde niña me ha gustado ver fotos antiguas de la familia y sobre todo de mis tías, con quienes nos visitábamos con frecuencia.

Pasé la mayor parte de mi vida conociendo parcialmente la historia de mi padre; hace poco se me ha revelado ese secreto de mi familia. Ocasionalmente me entero de la existencia de Anetta, cuando Yenia una de mis tías leía un cuento que había escrito en el taller literario al que asiste. Fue una situación tan asombrosa e irreal que sólo pude enfrentarla con el humor irónico que me caracteriza: poniéndome cinco cigarrillos en la boca y luego diciendo: “es que nosotros somos muy asimilados”; frase que yo repito desde niña cuando se habla de nuestra familia judía.

Al otro día de ese episodio la enfrenté a mi madre cuando tomaba un té y le dije: “¿Por qué nunca me hablaste de Anetta y por qué no me dijiste que papá estuvo casado con ella?

Ella  me miró fríamente y sin inmutarse apoyó la taza de porcelana sobre el plato y me respondió: “yo me enteré de casualidad”; sin más explicaciones.

A partir de ese día empecé a recopilar información pidiendo a mis tías Yenia y Elisa que me contaran la historia de mi padre.

 A los pocos días, Yenia me entregó unas hojas amarillas escritas por mi padre donde contaba su historia y es la que yo transcribo:

 

VOLVER

El avión está aterrizando en el Aeropuerto Internacional de Odesa, siento una mezcla rara de sentimientos, mis latidos se aceleraron y respiro profundamente.

Regreso después de tanto tiempo, hace 40 años que me fui de esta ciudad. Hago los trámites de migración y voy caminando lentamente para retirar mi equipaje. Escucho a la gente hablar en un idioma que me es familiar. Salgo del aeropuerto en búsqueda del transporte que me trasladará a destino. Subo y comienza el recorrido de 7 km hasta la ciudad, mientras en la radio suena esta canción que escucho siempre y que fue escrita en medio de la guerra en 1943 para la película “Dos soldados” y mi pecho parece que va a estallar de emoción y no puedo contener las lágrimas.

“En la noche oscura, sólo las balas silban por la estepa,
sólo el viento agita la alambrada, y brillan las estrellas en lo oscuro.
En esta noche oscura, sé, querida, que no duermes
y que derramas lágrimas a escondidas junto a la cunita del niño.

Cómo adoro la profundad de tus ojos amorosos,
cómo quiero acurrucarme ahora en ellos con mis labios.
La noche oscura nos separa, querida,
y la angustiosa y negra estepa se extiende entre nosotros.

Confío en ti, en mi querida amiga,
y esta confianza me guarda de las balas en la noche oscura…
Afortunadamente, estoy sereno en el combate mortal,
sé que encontrarás mi amor a pesar de que lo que me ocurra.”

 

Hoy es un día soleado de verano, puedo ver nítidamente por la ventanilla la bahía de Odesa y el faro Vorontsov. Las banderas flamean en algunos edificios y el rojo, el blanco y el amarillo con un tono dorado invaden mis recuerdos. La ciudad está muy cambiada, se ha convertido en un puerto muy importante.

Ensimismado en mis pensamientos no reparo que el auto se ha detenido y el   chofer me trae a la realidad del presente y me dice: “Señor, éste es el hotel”. Me registro y ya en mi habitación, me doy un baño y me recuesto para descansar del largo viaje, pero no puedo dormir; estoy tan conmovido que no puedo evitar que los recuerdos pueblen mi mente. Mi cerebro me bombardea con fogonazos de mi niñez y de mi escuela primaria y me veo a los 13 años en mi Bar-Mitzvá.

Decido salir a recorrer la ciudad, comienzo a caminar por el boulevar Primorsky, un paseo marítimo donde se suceden las mansiones y los monumentos y de pronto, la escalera Potemkin está frente a mí, escucho a lo lejos cantar:

Ah! Krasavitsa, dusha devitsa,  
Polyubi zhe ty menya!
Aj lyuli, lyuli, ai lyuli, lyuli,
Polyubi zhe ty menya!

(Ay, belleza de alma pura,
¡enamórate de mí!
¡Ay, liuli, liuli ay liuli!
¡enamórate de mí!)

Me siento en un hermoso café en la calle principal Deribasovskaya, contemplo la gente transitar y la nostalgia de mi pasado es inevitable.

Regreso y la recepcionista me dice que había una señora esperándome en el bar del hotel. Voy al encuentro de esa persona; ella cuando me ve, grita ¡¿Lioba?! y lo único que puedo decir es un tenue sí. Nos abrazamos profundamente, ella hablaba sin parar con mucho nerviosismo. Yo intento decirle algo, pero las palabras no salen de mi boca; no puedo articular sonido alguno. La emoción me juega una mala pasada y cuando más deseo comunicarme con mi hermana Rivka, después de tantos años sin vernos, yo he perdido el habla. Apresuradamente busco un papel y una lapicera y le escribo: “No puedo hablar, no me salen las palabras. Estoy muy feliz de verte”. Y nuevamente nos fundimos en un prolongado y sentido abrazo.

 

MI FAMILIA

Los Resnik, una tradicional familia judía, vivíamos en un barrio bastante pobre en las afueras de la ciudad. Mi padre Isaac Resnik era de Kostopol y mi madre Berta Maidan era de Berezno. Ambos formaron la familia a la cual pertenezco. Soy Lioba y tengo tres hermanas: Rivka, la mayor, Elisa, la del medio y Yenia, la menor.

Como familia religiosa respetábamos ciertas tradiciones y celebrábamos los Roshashaná, las Navidades, el Bar Mitzvá, los Años Nuevos, encendíamos el jamucá (candelabro de 8 brazos), los midrash, los kadish y los entierros, comíamos comida Kósher, hacíamos té en un Samovar y mi padre usaba talit y un sombrero de copa alta, negro.

El año en que papá se enfermó, fue muy duro e insoportable; hacía tanto frío que para calentarnos usamos la mayor parte de los muebles para prender la estufa. Su enfermedad le impidió trabajar, por lo cual yo tuve que hacerlo con solo 15 años y lo único que podía hacer era vender bebidas alcohólicas, compradas en el mercado negro. Desde Odesa viajaba hasta Rumania para comprar las bebidas; sabíamos que era peligroso, pero no había otra alternativa, ya que no se conseguía trabajo por la guerra. Mi madre y mis hermanas oraban para que no me sucediera nada. Muchas veces llevé conmigo a mi hermana Elisa para que no sospecharan de mí.

En una ocasión llevábamos dos sándwiches para el viaje y en un descuido mío, mi hermana se había comido el suyo y el mío. Me enojé tanto que le grité y la reté mucho y le dije que no la llevaría más, pero ella respondió: “Bueno, yo tenía mucha hambre”. A mí me enterneció su cara, así que la perdoné.

Yenia estuvo tres meses inconsciente, víctima de un accidente. Un día en el sótano de la casa donde compartíamos una habitación, ella se entretenía mirando a Basia, una mujer que horneaba masitas y las vendía. Ese día había allí un muchacho anarquista y tenía una granada en el bolsillo; al chocar con la mesa de mármol, la granada estalló y él voló por el aire, desintegrándose. Las esquirlas le pegaron en la cabeza a Yenia y los dedos de la mano del muchacho cayeron en el pecho de mi hermana.

A los 8 años, Yenia, ya recuperada, tuvo que salir a vender las masitas que hacía la señora Basia, para ayudar en casa. El olor de esas masitas forma parte de los aromas de mi niñez.

Papá murió después de un tiempo y como el hombre de la casa me tuve que hacer cargo de mi madre y de mis hermanas. La ceremonia fue sencilla con poca gente y el Rabino. Luego tuvimos el periodo de luto “Shiva” donde durante siete días no salimos de casa, y el espejo estaba cubierto por un manto negro.

Realicé diversos trabajos y luego en sociedad puse una pequeña fábrica de embutidos. El contador de esa fábrica fue mi socio, a quien había conocido hacía unos meses atrás y me propuso este negocio.

 

DIFÍCIL DECISIÓN

Mi socio, Levi Kavatsky, tenía dos hijas: Siama y Anetta. Pertenecían a una clase social superior a la nuestra y vivían en una casa ubicada en el lugar más aristocrático de Odesa, donde residían los judíos asimilados.

Anetta venía algunos días a ayudar a su padre en el negocio. Era una chica muy hermosa, de mediana estatura, con unos ojos grandes celestes y su cabello rubio cayéndole sobre uno de sus hombros. Me enamoré apenas la conocí, pero recién a los tres meses me atreví a invitarla a pasear.

A los dos años de estar de novios, nos casamos; el casamiento se realizó en la casa de sus padres. Fue una hermosa ceremonia con manjares exquisitos, pero mi madre, que era muy religiosa, les prohibió a mis hermanas que comieran esa comida porque no era Kosher.

Transcurría el año 1917, con el flagelo de la Primera Guerra Mundial y el comienzo de la Revolución Bolchevique, la fábrica tuvo que cerrar, el trabajo escaseaba, la gente huía por terror a los saqueos y asesinatos.

Una mañana, cuando regresaba a la casa de mi madre, encuentro debajo de las escaleras de madera un paquete envuelto con ropa. Cuando lo abrimos, no podíamos creer; había unas joyas. Era común que la gente por temor a los saqueos de los soldados, escondiera sus pertenencias. Mis vecinos, al parecer lo habían hecho y ante el apuro por huir, olvidaron el paquete.

Quedarse en el país era imposible, los bolcheviques tomaron la ciudad y autoproclamaron la República Soviética de Odesa, que existió durante tres meses, antes de ser ocupada y de que se proclamara la República Popular Ucraniana.

Las persecuciones, la revolución, la guerra civil, las violaciones y los asesinatos ocurrían frecuentemente y convivíamos con estas frases: “están persiguiendo judíos, matan a los hombres y se apoderan de las mujeres”. Siempre estaba latente el peligro del próximo “progrom” y la urgencia de partir hacia América en busca de libertad y de paz.

Anetta y yo hablamos con nuestras familias, contándoles nuestra decisión; al comienzo ellos no querían aceptar, pero finalmente entendieron. Decidimos escapar cruzando la frontera polaca y una vez en Polonia nos comunicamos con un primo que vivía en Argentina desde hacía unos años, quien nos propuso que viajáramos a Buenos Aires y me ofreció trabajo.

 

EL VIAJE

Después de muchos trámites y de cumplir con innumerables requisitos y un desembolso de dinero considerable para el pasaje en tercera clase, iniciamos la travesía. Estuvimos seis días en el puerto de Hamburgo hasta que un barco de la compañía Hamburg-Südamerikanische partiera.

El viaje en barco podía durar un mes y medio si era directo, pero si hacía escala en varios puertos se podía tardar tres meses en llegar.

Al cuarto día de navegar, nos azotó una tormenta huracanada que movía el buque cada vez más fuerte. En la bodega nos mezclábamos los inmigrantes con el equipaje. La tormenta duró tres días y muchos se enfermaron, entre ellos Anetta, que estuvo una semana con gripe y con mucha fiebre.

 Al llegar al puerto de Buenos Aires había una multitud de gente esperando que el barco atracara. Nuestra emoción era inmensa y nuestra esperanza, aún mayor. Veníamos hacia una nueva vida. Nos miramos y nos abrazamos de felicidad, aunque con nostalgia porque allá lejos quedaba nuestra familia a la cual prometí traerla cuando juntara el dinero para hacerlo.

Una junta médica nos examinó para ver si aprobaban nuestro desembarco porque podíamos traer enfermedades contagiosas. Los ucranianos, judíos, rumanos, lituanos y polacos éramos llamados rusos.

Una vez que obtuvimos el permiso para habitar este suelo argentino, comenzamos a buscar a mi primo que supuestamente nos estaría esperando.

Habían pasado dos horas y él no llegaba; comenzó a anochecer y como no sabíamos adónde ir ni entendíamos el idioma, decidimos pedir ayuda a una familia de italianos que habían viajado con nosotros y el padre hablaba algo de ruso. Fuimos trasladados al Hotel de los Inmigrantes donde pasamos la noche.

Al otro día pude hablar con mi primo y vino a buscarnos.

 

ADAPTARNOS

Mi primo, Marcos Resnik, había venido hacía cinco años y hablaba el Castellano bastante bien y hasta sabía algo de Lunfardo.

Nos llevó a una pensión donde él vivía y nos había reservado una habitación. Él tenía una fábrica de embutidos y allí empecé a trabajar.

Poco a poco fui aprendiendo el nuevo idioma y sus modismos. Estaba feliz con Anetta, tenía trabajo y vivía en un país de paz.

Anetta comenzó a trabajar arreglando ropa y muy pronto comenzó a relacionarse con gente de dinero que le traía la ropa para que se la arreglara.

Los dos primeros años fueron difíciles en cuanto a adaptarnos a este nuevo mundo, pero Buenos Aires era una ciudad moderna con una intensa vida cultural, con calles iluminadas con faroles de gas, con tranvía y un subterráneo de 13 km. Empezamos a escuchar tango y fuimos a ver a Carlos Gardel que cantó su primer tango en el teatro Esmeralda.

Ahorramos para poder cumplir con la promesa que le habíamos hecho a la familia.

 

UNA NUEVA VIDA

Cuando logré juntar el dinero, compré los pasajes para que mis hermanas vinieran. Poco tiempo después llegaron a Argentina. Viajaron mis dos hermanas Elisa y Yenia y mi cuñada Siama.

Mi madre y Rivka, mi hermana mayor, no quisieron venir y se quedaron en Odesa.

Vivíamos todos juntos en una casa en Pavón y Boedo. Era el único hombre entre 4 mujeres. Todas trabajaban: Elisa y Yenia levantaban puntos de las medias. Siama al poco tiempo comenzó a militar en el partido Comunista.

Habían pasado 15 años y mi pareja se rompió. Anetta conoció a un porteño arrabalero, me abandonó y se fue con él. Quedé solo con mis hermanas y mi cuñada.

El porteño después de un tiempo, dejó a Anetta y tuvo que irse a vivir a un conventillo, donde vivió hasta su muerte. 

Elisa se casó con Nathan Kleingot, un hombre de negocios;  Yenia,  con Dola Frey y Siama se casa con un señor dueño de un vivero.

Mucho tiempo después conozco a Elena en una presentación de la colectividad y me casé con ella.

 

Después de leer el relato de mi padre, por fin pude conocer ese pasado que se me había ocultado y conocer a Anetta, a quien mi padre ayudó económicamente hasta su muerte.

 

 (Historia ficticia basada en datos reales)