Sentada aquí en este patio tan querido por mí, observo la cantidad de jóvenes que esperan al igual que yo hace unos años, entrevistarse con las autoridades para buscar mi reemplazante. Me pregunto: ¿Quién será el o la agraciada? ¿Quién deberá pagar el derecho de piso?

    Mi llegada al colegio fue un tanto inquietante, allá por el mes de julio de hace muchos años atrás. Tuve conocimiento del Instituto por un aviso del diario, solicitando Profesora de Lengua. Me vestí adecuadamente para la ocasión y partí en búsqueda de la institución, en un día frío, lluvioso y gris de ese invierno. Al toque de un timbre agudísimo, porque las puertas parecían herméticamente selladas, acudió a abrirme un morocho, de poca estatura, con cierto aire de superioridad, pisando fuerte y taconeando el piso como si quisiera hundirlo. Ese personaje pintoresco era el preceptor; me preguntó qué quería y ante mi breve explicación, dijo que el rector me atendería en unos instantes. No me hizo esperar mucho, a lo sumo 15’, pero para mí fueron una eternidad por el frío intenso que hacía en esa desolada galería.

    Entretenida y consumida por mis pensamientos no escuché una voz que me decía: “Adelante señorita”. El despacho del rector era un cuarto opaco y asfixiante, con un escudo del colegio, la Bandera de ceremonia, un armario, dos escritorios y una pequeña ventana que daba a la galería, pero por donde no se filtraba ni la luz ni el aire. El rector, un gordito con rulos y ojos verdes, me informaba sobre el organigrama y funcionamiento de la Institución. A pesar de que no era novata y tener experiencia como docente, tuve mucho miedo y entré muy nerviosa al aula. Estos alumnos no eran iguales a los que yo estaba acostumbrada. ¡No! Eran totalmente diferentes, tenían dificultades motrices y problemas psicológicos. Esta era una prueba muy difícil para mí, era comprobar si mi vocación y amor por la docencia eran verdaderos. En las clases tuve que repetir y explicar las mismas cosas como cien veces y mi paciencia se agotaba. Temía que la paciencia, fuente inagotable de la educación, se encontrara muy lejos de mí y sabía que debía adquirirla si deseaba conservar mi trabajo.

     De todos los cursos que tenía, el que más trabajo me dio fue segundo año, a donde mi entrada fue apoteótica, no me olvido más; sentados en cinco mesas diferentes, yacían cinco espectros que me observaban como bicho raro y que no respondían ni mi saludo, ni mis preguntas para empezar a conocernos, es más, se resistían a escuchar mis palabras.          

     El silencio era sepulcral y yo no sabía qué hacer, ni qué decir. Sentí desplomarme lentamente y tenía deseos de tomar mis cosas y salir corriendo. Pero no lo hice, tragué saliva, respiré profundamente y continué hablando hasta que uno de ellos interrumpió mi monólogo y golpeando con su carpeta el banco gritó: “Esto no me gusta”, al instante otro se animó y agregó: “No te queremos como profesora, te podés ir”. “A Cristina la queremos, a vos no”. “Cristina sí, otra no”. ¡Cristina, Cristina, CRISTINA! Nuevamente respiré profundamente y traté de explicarles que yo estaba ahí para enseñarles Lengua, pero no conseguí que cambiaran de actitud. Era justificada aquella agresión y hostilidad porque yo era la usurpadora, la sucesora de la “inolvidable profesora Cristina” a quien ellos adoraban.

     Pasaron los días y ponía a prueba mi resistencia, pero cualquier cosa que hiciera para motivarlos y acercarme a ellos no daba resultado. El psicólogo del colegio trabajó continuamente con ambos bandos, tratando de acercarnos. Pasaron unas semanas, pero a pesar de progresar lentamente, el título de la asignatura que dictaba “Comunicación y Expresión” me parecía una incoherencia ya que no había ni una cosa ni la otra. Así pasaron los meses, una tarde mientras estaba en segundo año, inesperadamente ocurrió el milagro; uno de esos espectros se levantó como pudo y me dijo: “Queremos que sepas algo, nosotros te queremos”. Sentí que mis piernas temblaban y me desplomé en la silla estallando en llanto de alegría, había podido igualar a Cristina.

     De pronto todo empezó a cambiar ante mis ojos y en mi interior: el rector apático y frío se tornó en Ariel, un morocho buen mozo y de ojos verdes; el petiso prepotente del preceptor, se convirtió en Enrique, mi mejor compañero de proyectos pedagógicos y salidas didácticas y lo que es más importante, me sentí por primera vez querida por los alumnos. 

     Unos meses más tarde vino el festival de fin de año, cuya temática eran “Las comunicaciones”, bien elegido el nombre, ya que ese objetivo se había cumplido entre ellos y yo. En equipo iniciamos la desafiante tarea de prepararlos, se hacía difícil por nuestra inexperiencia artística y por las enormes discapacidades que padecían. A fuerza de voluntad y coraje pudimos concretar tal empresa. Trabajamos mucho tiempo y poco a poco vimos surgir de esos movimientos torpes, un vals, un tango, un rock. Los golpes sin sentido escuchados durante días dieron origen a un acompasado malambo en las botas y en los bombos. Luces, colores, público, voces coronaban el triunfo de esa noche donde cada chico se sintió dueño del mundo, de ese escenario y de la gente que los miraba y aplaudía.  La comunicación y la expresión se habían logrado por fin y en ese instante comprendí el verdadero sentido de la docencia, me sentí por primera vez útil y me encontré con una parte de mí que estaba dormida.

     Sin sobresaltos, enseñando y aprendiendo pasaron unos cuantos años hasta que un día al iniciar la clase en cuarto año, uno de los chicos me dijo: “Queremos ir a competir a Feliz Domingo, porque nos queremos ir de viaje de egresados a Bariloche, ¿vos nos acompañarías?”. Los miré sin saber qué decir, ¿cómo explicarles que no podían, que no estaban en igualdad de condiciones con los otros chicos de un secundario normal? ¿Cómo decirles que eran especiales, diferentes? No respondí nada, con la esperanza que fuese una idea pasajera, pero no fue así, clase tras clase me lo proponían, hasta que llegué a convencerlos de no ir a Feliz domingo, pero sí, de juntar dinero para el viaje, convencida de que se les pasaría y desistirían de tan irrisoria idea.  Así me vi envuelta en la más osada utopía docente que me haya propuesto: viajar a Bariloche con once chicos de 15 a 29 años, con discapacidades físicas y algunos con problemas psicológicos. Cuando fui a proponérselo a Ariel, el rector, me miró y sarcásticamente me respondió: “Vos sos más delirante que los alumnos”.

    Uno tras otro sucedieron los hechos que nos llevaron a Bariloche: la reunión con los padres, quienes temerosos al comienzo, luego nos apoyaron enormemente; después la peña que organizamos para recaudar dinero, la reunión con el coordinador de la empresa contratada, quien no sé si tomó conciencia de que este grupo era diferente. 

     ¡Por fin llegó el ansiado día! Una multitud de alumnos, docentes y familiares nos despedían a mi compañera Gabriela y a mí, que partíamos con once chicos rumbo a la aventura. Cuando llegó el micro venía lleno de chicos “normales” de San Miguel y de Lanús, que liberados de todo adulto se disponían al disfrute de su viaje de egresados. Nos habían dejado los últimos asientos para nosotros. Cuando subimos, “los normales” no podían creer lo que estaban viendo, sus rostros de espanto, sorpresa y terror lo demostraban; el coordinador no les había comentado las particularidades de nuestro grupo. El micro partió y nadie rompía ese silencio, hasta que por fin uno de los “normales” empezó a invitar caramelos y ese fue el comienzo del diálogo y de la futura integración.

      No los aburriré con todas las anécdotas vividas en Bariloche, porque son iguales a las que ustedes, sus hijos o sus nietos pueden haber vivido. Hicimos todas las excursiones; bailamos en boliches de moda todas las noches; nos divertimos entre todos (normales y diferentes) y lo que es mejor cada uno de nuestros chicos pudo ser independiente y valerse por sí mismo.

    Aprendieron, enseñaron; aprendimos, enseñamos, hubo paciencia y comprensión, nos enriquecimos e integramos todos y convivimos sin diferencias esas dos semanas en Bariloche.

   Conocí a muchas personas, a los que se avergüenzan por haber tenido un hijo diferente, a los que son indiferentes, a los que negocian con la discapacidad, pero también a los que están del otro lado, los que rompen las barreras y quieren un mundo mejor.

     Hoy revivo aquella experiencia, parada aquí en este patio; no ya como protagonista sino como observadora porque sé que cuando empiece a trabajar la persona que me reemplazará, tendrá que pasar por lo que yo pasé. Tendrá que vencer mi recuerdo dejado en los alumnos que me quieren.  Indefectiblemente tendrá que pagar el derecho de piso de ser ella, la usurpadora, hasta que la conozcan, la acepten y la quieran.

   Aquí en este colegio, del cual hoy me despido, todo es muy especial, porque se vive un mundo diferente, donde se encuentra apoyo, alegría, amor, comprensión, pero allá afuera, en la sociedad, la lucha continúa por la integración de todos, porque “un discapacitado es tan discapacitado como la sociedad lo hace”.