Mis manos son lo más valioso que tengo. Son sagradas para mí. Han sido operadas, transformadas por cirujanos que modificaron las líneas de mi destino, casi borrando las cicatrices.
Ellas guardan en silencio esa historia invisible, y sin embargo siguen siendo las que me permiten crear, acariciar, trabajar y vivir.

Con ellas siento el calor y el frío, lo áspero y lo suave, las formas de lo que toco. Mis manos acarician, abrazan, saludan, consuelan. Hablan sin palabras: con gestos, señas, palmadas. Se transforman con el tiempo: se llenan de arrugas, y en esas marcas se acumula la sabiduría de los años.

Mis manos son creadoras. Con el agua y el pigmento, en la acuarela, se sueltan, dejan que los colores fluyan y respiren sobre el papel. Con el acrílico y otros pigmentos se vuelven enérgicas: cargan el pincel, empujan la materia, marcan la intensidad del trazo.

Con el papel, mis manos doblan, cortan, pliegan. Transforman hojas en origami, en cuadernos, en tarjetas que guardan memoria. Lo frágil se convierte en algo duradero cuando pasa por mis manos.

En la cerámica, hunden los dedos en el barro húmedo, lo giran, lo rebajan, lo esculpen. El barro cede y se deja transformar. Allí mis manos vuelven a la tierra y la elevan en forma.

En el bordado, sujetan el bastidor donde las puntadas parecen prisioneras, pero cada una abre un universo. La aguja atraviesa la tela y lo pequeño se vuelve infinito. En el tejido, el ritmo de las agujas se convierte en abrigo, en cuidado, en ofrenda.

En la escritura, mis manos encuentran otra manera de existir. Dejan que las palabras broten como hilos invisibles, se entrelacen hasta formar un poema o un cuento. Cada letra escrita es una huella, un pulso que nace de lo profundo y se posa en el papel. Así, mis manos no solo modelan lo tangible, sino que también levantan mundos, inventan voces y abren puertas a lo que parece imposible nombrar.

Mis manos imaginan, crean, transforman. La aguja, los hilos, los pinceles, la lapicera, el teclado, el papel y el barro son objetos que colaboran en la creación.

La belleza más grande es ver cómo una simple puntada, o un trazo con el pincel, o un bloque de barro, o una hoja de papel, o palabras o urdimbres y tramas, dan lugar a la obra terminada.

La belleza está en detenerme un instante, mirar esa obra que ahora existe y que hicieron mis manos.