Uno envejece y se va quedando vacía: sin metas, sin anhelos, sin afectos, sin amor. Sin la belleza y fuerza de la juventud.
Empieza a meterse para adentro con sus más íntimos pensamientos. Observa a todos a su alrededor, escucha a los más jóvenes y le parece un dejavu y hace silencio porque a pesar de nuestra experiencia y conocimientos, ellos creen tener siempre la razón.
Las pérdidas impregnan cuerpo y alma. Todo lo aprendido y lo soñado se desvanecen en recuerdos confusos. Sin rumbo, sin un por qué.
Toda yo voy poco a poco quedándome vacía, sin nada. Los sentimientos se esfuman. ¡Ni rencores quedan ya!, ni la inocencia de la niña que fui, ni la soñadora adolescente que buscaba el amor, ni la poderosa joven que luchaba por las causas perdidas, ni la mujer que amó intensa y apasionadamente, ni la madre luchadora, ni la docente orgullosa y dedicada, ni la abuela que jugaba con su nieto.
NADA, no queda nada.
Soy un montón de huesos doloridos, de recuerdos vividos y de días contados, pero con el deseo enorme de aferrarme a algo o a alguien para sentirme viva.