José María Heredia (1803 - 1839) también conocido como el Cantor del Niágara, fue un poeta, periodista, dramaturgo y abogado cubano. Cursó gramática latina en Caracas y derecho en La Habana.
Siendo aún pequeño se trasladó con su familia a Santo Domingo, donde transcurrió la mayor parte de su niñez.
Tras la muerte de su padre, regresa la familia a La Habana en febrero de 1821, donde obtiene el grado de Bachiller en Leyes. Aquí funda la Revista “Biblioteca de Damas” de la que sólo se editaron 5 números, donde publicó diversos trabajos suyos. Estrena la tragedia “Atreo”, imitada del francés, en Matanzas en el año 1822.
En 1823 recibe el título de abogado en la Audiencia de Puerto Príncipe. De regreso a Matanzas, es denunciado por conspirar contra la dominación española como miembro de los Caballeros Racionales, rama de la orden de los Soles y Rayos de Bolívar, y se dicta su prisión el 5 de noviembre de 1823.
Se traslada más tarde a Nueva York y visita distintos lugares de los Estados Unidos, entre ellos las Cataratas del Niágara donde escribió su popular “Oda al Niágara”, y allí supo algún tiempo más tarde que había sido condenado al destierro, lo que impedía su regreso a Cuba. Entonces, ya publicada en Nueva York la primera edición de sus poesías que le había dado fama continental. En 1824 entra como profesor de lengua española en el colegio neoyorquino de M. Bancel.
Su intensa actividad como periodista, miembro de la Legislatura del Estado, orador parlamentario y cívico, catedrático, conspirador, Ministro de la Audiencia, etcétera, en un medio de incesantes convulsiones políticas, lo llevó a una actitud de desaliento, agravada por la muerte de su hija Julia Heredia y el quebranto de su salud.
El abril de 1836 le escribe a Miguel Tacón, Capitán General de la Isla de Cuba, una carta en la que se retracta de sus ideales revolucionarias y solicita permiso para volver a su patria, en donde residía su madre. Concedido el permiso regresa a La Habana a principios de noviembre. Enfermo y desalentado, embarca de regreso hacia Veracruz en enero de 1837. Pero en México había perdido ya su influencia política, pasando de Ministro de la Audiencia a ser simple redactor del Diario del Gobierno.
El 7 de mayo de 1839 muere, víctima de la tuberculosis, en la ciudad de México, a los 35 años.
Estas son algunas de sus poesías románticas:
A MI QUERIDA
Ven, dulce amiga, que tu amor imploro;
luzca en tus ojos esplendor sereno,
y baje en ondas al ebúrneo seno
de tus cabellos fúlgidos el oro.
¡Oh mi único placer! ¡oh mi tesoro!
¡Cómo de gloria y de ternura lleno,
estático te escucho y me enajeno
en la argentada voz de la que adoro!
Recíbete mi pecho apasionado:
ven, hija celestial de los amores,
descansa aquí donde tu amor se anida.
¡Oh! nunca te separes de mi lado;
y ante mis pasos de inocentes flores
riega la senda fácil de la vida.
A LA HERMOSURA (oda)
Dulce hermosura, de los cielos hija,
don que los dioses a la tierra hicieron,
oye benigna de mi tierno labio
cántico puro.
La grata risa de tu linda boca
es muy más dulce que la miel hiblea:
tu rostro tiñe con clavel y rosas
cándido lirio.
Bien cual se mueve nacarada espuma
del manso mar en los cerúleos campos,
así los orbes del nevado seno
leves agitas.
El universo cual deidad te adora;
el hombre duro a tu mirar se amansa,
y dicha juzga que sus ansias tiernas
blanda recibas.
De mil amantes el clamor fogoso,
y los suspiros y gemir doliente,
del viento leve las fugaces alas
rápidas llevan.
Y de tu frente alrededor volando
tus dulces gracias y poder publican:
clemencia piden; pero tú el oído
bárbara niegas.
¿Por qué tu frente la dureza nubla?
¿El sentimiento la beldad afea?
No: vida, gracia y expresión divina
préstala siempre.
Yo vi también tu seductor semblante,
y apasionado su alabanza dije
en dulces himnos, que rompiendo el aire
férvidos giran.
Mil y mil veces al tremendo carro
de amor me ataste, y con fatal perfidia
mil y mil veces derramar me hiciste
mísero llanto.
Y maldiciendo tu letal hechizo,
su amor abjuro delirante y ciego.
Mas, ¡ay! en vano que tu bella imagen
sígueme siempre.
Si al alto vuelvo la llorosa vista,
en la pureza del etéreo cielo
el bello azul de tus modestos ojos
lánguido miro.
Si miro acaso en su veloz carrera
al astro bello que la luz produce,
el fuego miro que en tus grandes ojos
mórbido brilla.
Es de la palma la gallarda copa
imagen viva de tu lindo talle;
y el juramento que el furor dictome
fácil abjuro.
Lo abjuro fácil, y en amor ardiendo,
caigo a tus plantas, y perdón te pido,
y a suplicar y dirigirte votos
tímido vuelvo.
¡Ay! de tus ojos el mirar sereno
y una sonrisa de tu boca pura,
son de mi pecho, que tu amor abrasa,
único voto.
¡Dulce hermosura! mi rogar humilde
oye benigna, y con afable rostro
tantos amores y tan fiel cariño
págame justa.
A…EN EL BAILE
¿Quién hay, mujer divina,
que al mágico poder de tus encantos
pueda ya resistir? El alma mía
se abrasó a tu mirar: entre la pompa
te contemplé del estruendoso baile,
altiva y majestuosa descollando.
Entre tanta hermosura,
cual palma gallardísima y erguida
de la enlazada selva en la espesura
de tu rosada boca la sonrisa.
Más grata es ¡ay! que en el ardiente julio
de balsámica brisa el fresco vuelo,
y tus ojos divinos resplandecen
como el astro de Venus en el cielo.
Más ágil y serena,
al compás de la música sonante
partes veloz y mi agitado pecho
palpita de placer cual azucena,
que al soplo regalado
del aura matinal mueve su frente,
que coronó de perlas el rocío;
así, de gracias y de gloria llena,
giras ufana, y la expresión escuchas
de admiración y amor, y los suspiros
que vagan junto a ti; pues electriza
a todos y enamora
tu beldad, tu abandono, tu sonrisa,
tu actitud modesta, abrasadora.
¡Ay! todos se conmueven:
sus compañeras tristes, eclipsadas,
se agitan despechadas,
y ni a mirarla pálidas se atreven.
Ellos arden de amor y ellas de envidia.
Y engaños y perfidia
se abrigarán en el nevado seno.
¿Qué hora palpita blandamente, lleno
de celeste candor? ¡Afortunado
el mortal a quien ames encendida,
a quien halagues tierna y amorosa
con tu mirar sereno y blanda risa...!
Divina joven, ¿me amarás? ¿Quién supo
amar ¡ay! como yo? Tus ojos bellos
afable pon en mí; seré dichoso.
En tus labios de rosa el dulce beso
ansioso cogeré, sobre tu seno
reclinaré mi lánguida cabeza,
y espiraré de amor...
¡Mísero! en vano
Hablo de amor, en ilusión perdido.
Ángel de paz de ti correspondido,
nunca ¡infeliz seré. Mi hado tirano
a estériles afectos me condena.
¡Ay! el pecho se oprime; consternado,
me agito, gimo triste,
y me siento morir ¡Dios que me miras,
muévete a compasión mi suerte amarga,
y alivia ya la insoportable carga
del corazón ardiente que me diste!
Tú eres más bella que la blanca luna
cuando en noche fogosa del estío,
precedida por brisas y frescura,
en Oriente aparece,
y sube al yermo cielo, y silenciosa
en medio de los astros resplandece.
Su indigno compañero
la lleva entre sus brazos insensible,
y yerto, inanimado,
gira en torno de sí los vagos ojos,
y sus gracias no ve...
No más profanes,
insensible mortal, ese tesoro,
que no sabes preciar: ¡huye! mis brazos
estrecharán al inflamado seno.
¡Ese ángel celestial! ¡Oh! si pudiera
hacerme amar de ti, como te adoro,
¡Cuál fuera yo feliz! ¡Cómo viviera
del mundo en un rincón, desconocido,
contigo y la virtud!...
Más no, infeliz;
yo de angustia y dolores la llenara;
y en su inocente pecho derramara
la agitación penosa
que turba y atormenta
mi juventud ardiente y borrascosa.
¡No, mujer adorada!
Vive feliz sin mí... Yo generoso
gemiré y callaré; seré dichoso.
si eres dichosa tú... Benigno el cielo
oiga mis votos férvidos y puros,
y en tu pecho conserve
de inocencia la calma,
la deliciosa paz, la paz del alma,
que severo y terrible me ha negado,
cuando me ha condenado
a gemir, y apurar sin esperanza
un doloroso cáliz de amargura,
y a que nunca me halaguen
sueños de amor y plácida ventura.